-Pero no le vas a decir a mamá. Melina sólo asintió ante la inocencia de su hermanita. Los maullidos que salían de la mochila de Hilaria eran todo lo que necesitaría para confirmar la presencia de un intruso en la casa. -Lo encontré en la basura. El pobrecito tenía hambre y frío. No lo podía dejar ahí… -Hilaria, no podemos quedárnoslo. Ambas sabían que Melina estaba en lo cierto. El departamento era demasiado pequeño. Y repetidas veces sus padres les habían advertido en contra de las mascotas. -Pero Nabor ya se acostumbró. ¡No podemos dejarlo! Los ojitos verdes del gatito suplicaban anhelantes para que no volver a la calle. Y Melina decidió compartir el secreto. Su pelaje de plata era áspero, pero se suavizó con el primer baño que ambas hermanas le dieron en el lavadero del patio. Tan embelesadas estaban en la tarea que su madre no tardó en sorprenderlas con las manos en la espuma. -Se quedará en lo que le encuentran otro dueño. No más de esta semana- sentenció su padre